Hará no mucho, comencé a correr animado por mi hermano. Él lleva tiempo en esto y apoya este deporte, haciendo que la gente que le rodea lo practique. Para mi siempre ha supuesto un gran esfuerzo, no en el terreno físico pero si en el psicológico. Es un deporte para superar barreras. Un deporte para conocerse a si mismo.
Las primeras salidas fueron de avanzadilla. Uno sale y reconoce el terreno, minutos después analiza y estudia el recorrido, el esfuerzo y la velocidad. Me tomé mi tiempo, al cabo de una semana volví a salir al campo de batalla y superé mi anterior marca sumándole un kilómetro y medio, lo que hacía un total de unos seis kilómetros. Como se suele decir, para empezar no está nada mal. Superada la barrera de los ocho, mi hermano insistió en que me apuntara a la carrera de los 10km. Al principio pensar en tal distancia, con apenas haber salido a entrenar, era algo que ni siquiera me planteaba. Finalmente, acepté el reto.
La semana previa a la carrera, hice un par de tiradas de siete kilómetros. Estaba totalmente mentalizado, para mi sería la barrera más alta, una barrera que se merecía una lista de reproducción perfecta. Temas de The Black Keys, algo de Oasis, un par de temas de Mumford & Sons. Lo tenía todo planeado y estaba preparado.
Sonó el despertador a las 8.00 A.M, el «día» había llegado. Yo apenas había dormido cuatro horas, la noche anterior salí con varios amigos, terminé en casa de mi hermano, mal durmiendo y sin haber traido mi zapatillas para correr. A las 9.30 A.M comenzaba la carrera y allí nos plantamos. Para él, un mero trámite, yo calzando unas zapas suyas, con agujetas por haber entrenado sentadillas pocos días antes, pero confiado por tener mi iPod listo. Hasta que mi iPod decidió no funcionar y no me quedó otra que plantarme en la salida de meta, sin saber que iba a ocurrir.
El pelotón comenzó a dar sus primeros pasos una vez el speaker dió la señal de salida. Primer objetivo acabar la carrera, segundo objetivo a poder ser bajar la marca de la hora. Suelen decir, que los primeros kilómetros pasan rápido, porque te entretienes con la gente que te rodea, van charlando y gastanto bromas, y es cierto, pasan volados. Pero ese pelotón poco a poco se va separando en grupos cada vez más pequeño y es entonces cuando realmente sientes que la carrera ha comenzado.
A por el de amarillo. Eso fue lo que pensé durante toda la carrera, un tipo bastante alto ataviado con un cortavientos de dicho color, fue mi liebre. Me hizo mantener un ritmo constante durante todo el recorrido. Pasado los ocho kilómetros, la barrera más alta que por aquel entonces había superado y sentir que todo estaba apunto de acabar, mi hermano me miró y me preguntó:
- ¿Cómo vas enano?
- Bien, mi liebre es del de Amarillo.
- Pues a por él.
Fue entonces cuando sentí que es correr. Sentir que tus piernas te llevan a donde tu cabeza quiere. Aumenté el paso, mi cuerpo solo corrigió su postura para aumentar la velocidad, ya no echaba de menos mi iPod. Cazé a mi liebre, y pronto comencé a localizar a más liebres, quedaban tan solo tres kilómetros. Me había marcado un ritmo y era el ritmo con el que debía acabar la carrera. Alzando la vista y mirando al frente vi que ya estaba en la recta final, mis fuerzas comenzarón a fallar, ya no había un pelotón charlando y gastanto bromas a mi alrededor para entretenerme. Entonces vi a mi salvador, un señor que rondaba los setenta años, pelo canoso y piernas bien curtidas vistiendo una camiseta que rezaba en letras grandes, «Corre a ritmo de Rock & Roll».
Cicuenta y ocho minutos, esa fue la marca que hice. Cumplí los dos objetivos que me había planteado, acabar la carrera y bajar de la hora. Y por encima de todo, haber superado la barrera de los 10km.
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